Por Antonio Orlando Rodríguez
Fuente: El Nuevo Herald
La puesta en escena de la compañía Línea de Sombra sorprendió por su inteligente concepción y la limpieza de su factura.
El Festival Internacional de Teatro Hispano de Miami dio inicio a su vigésimo quinta edición con un espectáculo posdramático (o posrepresentacional, como prefieran) que sorprendió por su inteligente concepción y la limpieza de su factura. Amarillo, de la compañía mexicana Línea de Sombra, entremezcla y articula diversas disciplinas: investigación sociológica, video arte, instalación plástica, música y teatro documental. A partir de la integración de esos lenguajes, la creación colectiva dirigida por Jorge Arturo Vargas se aproxima a la problemática de los inmigrantes ilegales de México –y de otros países centroamericanos– que cruzan la frontera con Estados Unidos en busca de una transformación radical de sus vidas.
«Para hacerme de una casita», «para dar un mejor futuro a mis hijos» y «porque la riqueza está mal repartida» son algunos de los motivos que exponen –como parte del tejido sonoro que funciona como pórtico– voces de emigrantes anónimos que comparten con el público sus experiencias. El tema del éxodo, que podía haberse prestado para explicitar consignas y mensajes ideológicos, se aborda aquí apelando al poder de la sugerencia y de la poesía escénica, sin que por ello se renuncie a lo testimonial y a la indagación antropológica.
Es interesante cómo, durante su segunda mitad, Amarillo da una vuelta de tuerca para enfocarse en una de las aristas menos exploradas de la migración económica: el drama de las esposas, madres, hermanas e hijas que quedan atrás y que viven de «los centavos» que les envían los hombres. Mujeres que, en muchos casos, dejan de recibir noticias –y dinero– de los ausentes, y quedan condenadas a una interminable espera. La distancia y el abandono las obligan a redefinir sus identidades y a replantear sus roles dentro de la comunidad.
En Amarillo no hay personajes de configuración tradicional, anécdota, progresión dramática ni un conflicto generado por fuerzas contrapuestas, pero sí una dramaturgia de otro signo, bien urdida, que nos acerca de un modo atractivo, revelador y sumamente teatral a un importante fenómeno social.
«Yo le dije que regresaría, que me iba a Amarillo y que regresaría, se lo dije, yo se lo dije…», exclama el hombre –que es uno y muchos– al evocar su viaje clandestino hacia Texas. El texto, que por momentos nos remite a la recreación rulfiana de la oralidad popular, reviste una indudable importancia en la urdimbre de la puesta en escena, pero su papel dista mucho de ser hegemónico, pues, en un ejercicio de desjerarquización, comparte el protagonismo con elementos como la expresión corporal, la iluminación, la música y la intervención del espacio con objetos resemantizados.
Sobre Raúl Mendoza, intérprete enérgico y con una notable capacidad de comunicación, recae, en considerable medida, la tarea de marcar el ritmo y la «temperatura» de la propuesta. Los restantes miembros del elenco (Alicia Laguna, María Luna, Vianey Salinas y Antígona González) ponen de manifiesto, en breves viñetas, su competencia actoral, pero, además, desempeñan los roles de operadoras de cámaras y de performers que ejecutan acciones plásticas (emplazando los bidones plásticos que invaden el escenario o moviendo las cuerdas con bolsas de arena colgantes que se balancean como metáforas de la sed y del desierto, del peligroso camino que conduce al «sueño americano»). La participación del cantante Jesús Cuevas –quien genera en directo, a partir de su registro vocal, un inquietante paisaje sonoro– y el esmerado diseño digital, detonador de alucinantes perspectivas, son también logros de esta exploración artística del éxodo y de su repercusión sobre la condición humana.
El Festival arrancó bien con esta entrega de Línea de Sombra: suma de artes vivas que demanda del espectador una nueva mirada, una percepción desprejuiciada.