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‘Carta a una desconocida’, se impone el sentimentalismo

‘Carta a una desconocida’, se impone el sentimentalismo

Carta-desconocida

Por Antonio Orlando Rodríguez
ESPECIAL/El Nuevo Herald
Sección: Punto de vista
Fecha: 07.13.09

Publicada en 1922 por Stefan Zweig, Carta de una desconocida apela al recurso de la epístola para relatar el amor desesperanzado y casi servil que experimenta una mujer, desde su adolescencia hasta su temprana muerte, por un intelectual incapaz de percibir y apreciar su devoción. La puesta del colombiano Manuel Orjuela para su grupo Los Ojos del Hermano Eterno –que abrió el XXIV Festival Internacional de Teatro Hispano de Miami— asume el texto como un monólogo para cinco actrices, en el que cada una de ellas encarna una etapa diferente del personaje, revelando las experiencias de esa fase e incorporando las de quienes la preceden. La premisa de Orjuela de explorar las posibilidades dramáticas de un material no concebido para la escena es atractiva, pero el resultado no satisface del todo, porque el espectáculo llega a convertirse en un alud de palabras que resta relevancia a la composición, la imagen y la poesía escénicas.

Un montaje como este exige un elenco de nivel interpretativo muy parejo. Quizás antes, con otras actrices, se haya alcanzado ese equilibrio, pero el equipo que lo presentó en Miami evidencia notorios desbalances. Patricia Tamayo sobresale como la más experimentada y segura del colectivo: tiene oficio y recursos. Traza el plausible retrato de una mujer que está de vuelta de todo, al borde de la muerte, y sabe conjurar los peligros del exceso de dramatismo y de la cursilería con un adecuado uso de la ironía. La »tímida y asustadiza niña» de Ana María Medina está fabricada a partir de una suma de estereotipos que privilegian lo externo. La actriz no profundiza en el mundo íntimo y la mirada de una jovencita, sino que echa mano a un cómodo repertorio de convenciones vocales y gestuales. Por su parte, Carolina Cuervo apuesta a la delicadeza y el lirismo en el dibujo de la desconocida a los 18 años; su trabajo ganaría mucho con una pizca de pasión y con la renuncia a ciertos tics faciales para evidenciar las reacciones.

De la proyección vocal de Maia Landaburu hay que señalar que fue, por momentos, casi inaudible y monocorde; parecía dirigirse a una cámara de cine más que a un auditorio con 200 espectadores. Pese a lo objetado, este cuarteto enfrenta airosamente, con precisos relevos y sincronías, los retos de la »avalancha verbal» y del ritmo vertiginoso (lo que podría justificar, en parte, algún que otro mecanicismo en el decir). Excluyo a Carolina Ramírez porque su irrupción, atropellando y desvalorizando el texto, introdujo una nota sumamente discordante, con subrayados, ademanes y gritos superfluos. La fidelidad al espíritu de Zweig se vio traicionada en este cuestionable tramo. La desconocida del texto original se prostituye para sobrevivir y educar a su hijo, pero sin renunciar por ello a su dignidad íntima ni a su halo de heroína romántica. La ramera extrovertida y caricaturesca que presenta Orjuela es tan injustificada como la gratuidad del modismo con que la actriz, sólo para provocar la risa del público, define la forma en que se ha ganado la vida.

La obra constituye una lícita defensa del melodrama; sin embargo, aunque el director ha explicitado su intención de reflejar a través de ella las carencias de diálogo y de reconocimiento en las relaciones amorosas de nuestros días, lo cierto es que el montaje no concreta una lectura contemporánea del texto de Zweig, que actualice o amplíe sus significados. (Si la forzada inclusión de la ranchera Rata de dos patas en la voz de Paquita La del Barrio apuntaba con ánimo satírico a ese objetivo, el recurso dista de ser efectivo y suficiente.)

Paradójicamente, en una representación en que todo el tiempo se habla de emociones a flor de piel, en el escenario se vio más sentimentalismo que auténtico sentimiento. Quizás esta »carta» concedió demasiada importancia a la caligrafía y la ortografía (el tono desgarrado, los ojos húmedos, los temblores), en menoscabo de lo más importante en un melodrama: pulsar con sinceridad los complejos resortes de la emoción.

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