Por: Antonio Orlando Rodríguez
Fuente: El Nuevo Herald
Chamaco, de Abel González Melo, es una obra significativa dentro de la más reciente dramaturgia cubana por su escritura contemporánea y su acercamiento no costumbrista a la crisis moral y la desesperanza de varios personajes de una Habana sombría y fantasmagórica; un texto con algunas imperfecciones composicionales (conflictos con insuficiente desarrollo, exceso de casualidades), pero con un sórdido atractivo y una provocadora teatralidad.
El subtítulo «informe en diez capítulos para representar» sugiere un tono íntimo y confesional. Chamaco pareciera reclamar un montaje de cámara: cercano, escueto y con una velocidad al servicio de su ritmo «cinematográfico». La puesta de Alberto Sarraín propone, en cambio, una ceremonia de tono elegíaco, un gran espacio escénico, una impactante escenografía de Carlos Repilado que evoca viviendas ruinosas (en el estreno no pudo verse completa desde los asientos laterales), y desplazamientos morosos, en clave operística.
El nivel actoral fue meritorio en el debut y mostró mejores resultados en la tercera función. Se agradece el brío con que los intérpretes defienden a personajes de sicología y conducta un tanto caprichosos (Chamaco se comporta como un frío asesino en una pelea en la que su vida no corre peligro, la sensata cirujana de 29 años tiene amores con un jovencito marginal y le suministra medicamentos para sus negocios clandestinos, etc.) y la fe que les ponen para que ganen en densidad y credibilidad.
Juan David Ferrer sobresale con un trabajo preciso, de admirable madurez y parquedad, que valora cada frase y cada silencio para construir un retrato orgánico del abogado entrampado en su doble moral. Por su desarrollo emocional, se trata del personaje más convincente y Ferrer lo enriquece de modo notable. Lian Cenzano pone su vitalidad y su frescura al servicio de Miguel, y Alexa Kuve resuelve con justa intensidad dramática el difícil monólogo de Silvia. Lyduán González se esfuerza por hacer verosímil a un policía que parece escapado de un filme de serie negra de otras latitudes, mientras Orlando Casín dibuja un patético Felipe que va de lo naturalista a lo caricaturesco.
Adrián Más compone un esmerado y seguro Chamaco. Sin embargo, físicamente el actor no proyecta la imagen de «un chiquillo, Dios mío». Esto atenta contra la importante analogía entre Kárel y Miguel, ya que ambos personajes tienen 22 años y deberían funcionar como «dobles». La discrepancia introduce otro matiz en la interacción de Alejandro Depaz con Chamaco. El abogado no compra los favores sexuales de un chiquillo que podría ser su hijo, sino de un hombre joven «hecho y derecho», y eso resta fuerza y connotaciones al conflicto. Lo mismo ocurre con la relación de Kárel y su tío.
Asignar el papel del travesti a Elvira Valdés fue una extraña decisión que socava la «realidad teatral». La actriz realiza una apreciable labor tanto de gestualidad como de colocación de la voz, pero la convención no funciona y sus escenas con el policía y con Kárel no tienen la resonancia que habría producido la dinámica entre dos actores.
Nattacha Amador materializa una Roberta perturbadora y alucinada, pero convertir el personaje en una presencia ubicua, que comenta y recapitula la acción con décimas cantadas o recitadas, no favorece la puesta. Si se pretendió que el añadido funcionara como un equivalente de las inquietantes acotaciones del texto (portadoras de la subjetividad y la omnisciencia de una voz narrativa), el resultado no satisface, pues las reiteradas y superfluas intervenciones de la guardaparques ralentizan demasiado el ritmo del espectáculo.
Sarraín revela subtextos y asociaciones, genera una poderosa tensión homoerótica y enriquece semánticamente los flashbacks. En cambio, soluciones como la «salida» del cadáver al final del primer capítulo o la «coreografía» para el monólogo del juez (que no apuntala lo suficiente el abrupto final) podrían haber sido más creativas.
El montaje de este thriller moral, heredero del lenguaje de Koltés, tiene grandiosidad en sus imágenes y atmósferas sugestivas, pero su ritualidad «sofoca» un tanto a un Chamaco que quizás habría respirado de forma más natural en una puesta más fluida y sencilla, menos solemne.