Por Antonio Orlando Rodríguez
Fuente: El Nuevo Herald
Después de apreciar la versión de Divinas palabras presentada por la compañía sevillana Atalaya en el XXV Festival Internacional de Teatro Hispano de Miami, a uno no le sorprende que este grupo fuera galardonado en el 2008 con el Premio Nacional de Teatro de España. Un competente director, Ricardo Iniesta, y ocho actores que valen por ochenta, capaces de desdoblarse en un abrir y cerrar de ojos en el sinfín de personajes de la «tragicomedia de aldea» de Ramón del Valle-Inclán, cruzaron el Atlántico para dar un ejemplo de creatividad, elegancia y madurez artística.
La puesta en escena de Iniesta ilustra de maravillas cómo representar un clásico desde coordenadas contemporáneas. La fidelidad a la obra, parece decirnos Atalaya, no está reñida con la audacia expresiva, y así lo prueba su sobrecogedora recreación del universo grotesco y cruel –y, sin embargo, perturbadoramente lírico– del dramaturgo gallego.
Lejos de perder actualidad, esta historia de aldeanos viciosos, «mujerucas» chismosas y mendigos truhanes –publicada por primera vez en 1920– aún sorprende por la vigencia de su tratamiento de la avaricia, la lujuria y la miseria moral. San Clemente, la imaginaria aldea valleinclanesca, continúa siendo una «maqueta» del mundo, y las esperpénticas criaturas que deambulan por ella no difieren mucho de algunos personajes de carne y hueso que vemos a menudo. La falsa religiosidad, la manipulación de las masas populares y los tejemanejes de la lucha por el poder (en este caso, la posesión del «idiota» Laureano) son objeto de una crítica que no ha perdido ni mordacidad ni validez.
Divinas palabras es un espectáculo redondo, que evidencia un esmerado proceso de decantación y ajuste de sus engranajes. Trepidante y pictórica, la puesta se sustenta en un trabajo actoral sin fisuras: durante hora y media, el magnífico elenco se entrega, en cuerpo y alma, al exigente juego teatral. Joaquín Gala impresiona con la autoridad y el magnetismo de su desalmado Séptimo Miau. Carmen Gallardo brinda una Mari-Gaila descarada, pragmática y muy vivaz. Raúl Vera dibuja con precisión al timorato y por momentos lascivo e incestuoso sacristán. Silvia Garzón va y viene cómodamente de la simpleza de la Simoniña al temple de Ludovina la Tabernera. La Tatula de Alba Mata, la Marica del Reino de Lidia Mauduit y el Miguelín el Padronés de Manuel Asensio parecen escapados de Los caprichos de Goya. Y –no menos sobresaliente por ser mencionada al final de la lista– María Sanz sale airosa del reto de interpretar al desvalido personaje que desata la mayoría de las pasiones en esta farsa expresionista. La palabra y la voz desempeñan un papel protagónico, pero realzadas por una coreografía acrobática, en la que el movimiento deviene poesía visual.
Los diseños de luces y de vestuario (un acierto los toscos y ruidosos zuecos) funcionan también como actantes del drama, al igual que la banda sonora de aires celtas del grupo La Musgaña, que parece empujar impetuosamente la acción. Pero el gran hallazgo plástico de estas Divinas palabras son los enormes, rústicos y expresivos carretes de madera que se transforman, por obra y gracia de la imaginación de Iniesta (y de la complicidad del público) en torre de iglesia, carretón, mesa de taberna, púlpito, silla de ruedas y todos los elementos escenográficos que precisa la trama.
Podría elogiarse, además, la adaptación que evita suprimir personajes, destacar la maestría con que el director resuelve las difíciles escenas corales y celebrar los preciosos instantes en que las acotaciones de Valle Inclán son dichas a viva voz. Pero, como no hay espacio para más piropos, las últimas líneas serán para decir que este montaje de Atalaya es una auténtica celebración de la magia del teatro y del poder de las palabras, sean estas divinas o terrenales.