Este cuento fue escrito, más o menos, a finales de la década de los noventa. No tengo fecha exacta, pero recuerdo una breve y linda nota que por aquellos días me hiciera llegar la escritora colombiana Rocío Vélez de Piedrahíta. Luego, el cuento apareció publicado en Miami, en la revista infantil Limón partido, nº 4, de noviembre de 2006, gracias a la gestión de Emma Artiles Pérez.
Mis lectores pueden conseguir este cuento en la revista mencionada o aquí, en la sección Juegos literarios.
Soñaba el mar, antiguo y lejano. Soñaba con él, día tras día.
Estaba cansado. Algunas gotas de lluvia golpearon su carapacho oscuro. No había dormido en varios días y aún le esperaba un largo trecho. Sintió hambre y mordió un trozo de hoja seca, luego la escupió con asco, como si se tratase de un pétalo de vidrio. Y cerró los ojos. Quería soñar, escuchar la música que inventaba su corazón, una música hecha de mar, sal, olas, espuma…
Tenía que seguir adelante. Siempre adelante, hasta encontrar el mar. Luego, habría tiempo suficiente para suspirar. Miró al cielo. La noche salpicaba de diminutas estrellas su carapacho oscuro. Y él parecía la noche, con su brillo negro y sus botones de agua. Por un momento pensó que la luna, aquella sirena robusta y plateada, era lo más parecido al mar que, día tras día y noche tras noche, había soñado. ¿Sería el mar aquella redonda luna? ¿Tan lejanas estaban las olas?
Apresuró la marcha. Trepó sobre las raíces de los árboles y apartó con gran esfuerzo algunas marchitas hojas. Nada lo detendría. ¡El mar! (El mar hacía latir su corazón, como una campana de hielo que viajaba por el aire.) Llegaría al mar, más temprano que tarde. Su corazón lo presentía.
Fue entonces cuando tropezó.
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