Por Abel González Melo / Especial para Artefactus
Este fin de semana en el Teatro Valle Inclán de Madrid tuve una experiencia enorme: Ilíada, por la Compañía de Stathis Livathinos, dentro del Festival “Una mirada al mundo” del Centro Dramático Nacional. La noche del viernes volví a casa emocionado y me dormí rumiando las imágenes, los sonidos y la energía de esta función que llega de Grecia pero le habla con urgencia al Mundo. Había leído excelentes críticas tras su paso por el Festival de Teatro Clásico de Mérida pero ya se sabe que nada iguala el impacto del teatro cuando es total y logra reescribir-dinamitar-comprometer sobre el presente del escenario la tradición que uno mejor (cree que) conoce.
Es grandiosa la dramaturgia, realizada por Livathinos y Elsa Andrianou, con aportaciones de los actores, a partir de la traducción al griego moderno que el gran filólogo Dimitris Maronitis ha efectuado sobre el poema de Homero. Selecciona, acentúa, transforma extensas descripciones en juego teatral pero no se desprende de la esencia narrativa. Es delicioso ver cómo son trasladados a la escena pasajes especialmente complejos, como el famoso “Canto II. Sueño. Beocia o catálogo de las naves”. Un mapa dramático al que aquí se accede con nitidez, en el plano textual, gracias a la encomiable traducción de sobretítulos de Alberto Conejero, con asesoría de María Chatziemmanouil.
La concepción puramente escénica del relato se aprecia en el despliegue que el director hace, a lo largo de casi cuatro horas, de una estructura galopante: en el concepto, en lo físico, en lo sensorial. Una coreografía precisa e incesante. Los cuerpos se organizan en el espacio, alternan escenas corales e íntimas con fluidez, con estrépito, con energía bélica: enfrentamientos de la ficción convertidos en auténticos enfrentamientos de cuerpos reales que se cruzan, sobrevuelan las montañas de neumáticos, las literas de hierro, la piscina de agua, la escalera de caracol que comunica con el Olimpo… Un corpus alegórico que nace en el texto y se encarna en los intérpretes y que hace de la bordada combinación entre lo épico, lo lírico y lo dramático su estrategia discursiva y su carta de triunfo.
Y es que el elenco es extraordinario. Todos, sin excepción, son magníficos actores. Cantan, danzan, saltan, nos hacen vibrar con cada frase que emiten: Argyro Ananiadou, Vasilis Andreou, Lefteris Angelakis, Dionysis Boulas, Giorgos Christodoulou, Dimitris Imellos, Nikos Kardonis, Nefeli Kouri, Gerasimos Michelis, Giannis Panagopoulos, María Savvidou, Christos Sougaris, Aris Troupakis, Amalia Tsekoura, Giorgos Tsiantoulas y Manousos Klapakis, encargado este último de la percusión en directo. Una visualidad bella y ecléctica diseñada por Eleni Manolopoulou e iluminada por Alekos Anastasiou, especialmente notable en el maquillaje y en las “instalaciones habitadas” del espacio (entre ellas, las gabardinas pendientes de ganchos como jamones en carnicería), resuena y simboliza mucho más de lo que aquí puedo esbozar. El ámbito sonoro creado por Lambros Pigounis rodea, retumbando desde el escenario hasta la platea, la maquinaria de relojería en que se convierten los tránsitos del coro a la individualidad y viceversa.
Viendo así, en este siglo y en diálogo con una Europa temerosa y desesperada, esta obra maestra que resume todo el amor y todo el odio de la humanidad, esta fábula de anhelos y rencores, de venganzas y caprichos, viendo esta leyenda de la mutilación de la Patria Global por unos cuantos hijos que no se ponen de acuerdo, que se saquean y se traicionan, viendo este espectáculo hecho a este nivel por una compañía griega que está releyendo también la actualidad de su país, viendo sobre todo a dos actores que son Príamo y Aquiles pero que son dos hombres de carne y hueso resistiéndose a ofrecerse mutuamente un poco de cordura, viendo todo esto uno entiende la profundidad de todos los mitos divinos y humanos. Uno entiende el espesor con que la ficción mítica se instala en la realidad, la reanima y la resemantiza. Viendo esta joya de Homero/Maronitis/Livathinos y su equipo, uno entiende el gesto heroico con que el teatro pasa por encima de épocas, idiomas y lugares. El gesto con que el teatro clava su daga y purifica.