Por Antonio Orlando Rodríguez
Opinar sobre una puesta en escena con estudiantes de actuación resulta siempre delicado y tiene que hacerse con la perspectiva de que se trata de jóvenes con un largo camino de aprendizaje y fogueo por delante. En cambio, el criterio para valorar el trabajo de los profesionales que, bajo la dirección de Lilliam Vega, materializaron el montaje de Otelo con el Teatro Prometeo, debe ser otro.
Lo primero: la obra es un banquete visual. Jorge Noa y Pedro Balmaseda deslumbran con un diseño de escenografía, vestuario y utilería suntuoso y preciosista, de desbordada imaginación carnavalesca, realizado con esmero. Otro acierto lo constituye la partitura musical de Héctor Agüero, que define un convincente entorno renacentista y subraya los sucesos clave de la trama. Las luces, en cambio, no logran similar creatividad y la noche del estreno hubo imprecisiones en su operación que acentuaron algunos problemas de ritmo.
La versión libre de Raquel Carrió recorta el texto de una forma que quizás pueda escandalizar a los puristas, pero ofrece un resultado de indudable teatralidad. Carrió no se limita a eliminar escenas, sintetizar diálogos y fundir personajes, sino que incorpora dos narradores que encausan y comentan la acción, desarrolla el tropo de la tórtola blanca y aporta la escena de la taberna, con una mora, bailarina y experta en quiromancia, incluida.
La puesta de Vega tiene hallazgos de gran plasticidad. La coreografía de la tórtola, creada por Rosario Suárez, es uno de ellos, así como la llegada de los gondoleros al llamado de Rodrigo y Yago; el velero que traslada la acción de Venecia a Chipre; la aparición lúdica de los taberneros; el pictórico baño, a lo Rubens, de Desdémona, y la pantomima del encuentro de la esposa de Otelo y Casio, con una poética media luna morisca proyectada sobre un telón. La estética de Flora Lauten y el Teatro Buendía resulta ostensible en muchos pasajes.
Sin embargo, hay decisiones menos afortunadas, como hacer hablar en italiano a Cassio (¿a causa del origen florentino del personaje?), el tratamiento diferenciador dado a los senadores del Dux y a Brabancio, y la interrupción del asesinato final para transformarlo en un ritual con dosel y oficiantes. Varias escenas grupales, que tendrían mayor impacto en un espacio escénico más amplio, resultan un tanto recargadas de formas y colores. Por otra parte, el espectáculo adolece de cierta atomización: observamos cuadros y viñetas de gran atractivo visual, pero por momentos se echa de menos una argamasa que los cohesione.
En el plano actoral, Gustavo Mejía sorprende con un Yago enérgico y bien construido. También se destacan el Cassio de Elisabeth Ferri y el Rodrigo de Christian Gaibor. El elenco mostró entusiasmo y ductilidad, aunque la asunción de algunos personajes clave fue endeble y no pudo trascender el esfuerzo bienintencionado. Además, la opción de impostar las voces restó brillo, matices y sinceridad al desempeño de los intérpretes.
Uno no puede evitar preguntarse por qué se escogió esta exigente tragedia de Shakespeare para un montaje estudiantil. ¿Por qué apostar por una obra con una complejidad y unos caracteres que sobrepasan, ampliamente, las posibilidades de los actores? ¿No habría sido preferible elegir otra que se ajustara más a su experiencia? Quizás como consecuencia de esa arriesgada decisión, el efecto que causa este Otelo podría sintetizarse así: la envoltura de la caja es mucho más seductora y satisfactoria que el regalo que contiene.
Con apreciables logros, pero sin la redondez que alcanzó Prometeo el pasado año con Los intereses creados, este acercamiento a Otelo resulta estimulante, sobre todo, por permitirnos ver a un grupo de actores noveles, de ocho nacionalidades diferentes y con un indudable potencial, compartiendo su mística sobre el escenario. ¿Podría ser esa una metáfora del futuro del teatro de Miami?