Alfonso Armada
ABC.es l 1/23/2012
Nacido en Huelva hace 71 años, José Luis Gómez se ha convertido (tras el desaparecido Fernando Fernan Gómez) en el segundo cómico que ingresa en la Real Academia Española. Al actor y director siempre le ha preocupado la consciencia del intérprete, capaz de meterse en la piel del personaje, como hizo de forma portentosa en «Informe para una academia», el relato de Franz Kafka, en el que interpretó al mono Peter el Rojo, pero sin que eso suponga «con pérdida de sí, con abandono, con inconsciencia». Gómez cree que «el teatro está más cerca de la poesía que de la narrativa».
– ¿Qué presencia escénica tiene la poesía en nuestro teatro y en el que usted ha representado y dirigido? ¿Y qué puede esperar un poeta del teatro?
– Yo creo que el teatro está más cerca de la poesía que de la narrativa. Siempre lo pensé. Yo creo que el teatro es tanto más potente cuanto más se acerca a la poesía, es decir, a lo no explícito, a lo aludido, a lo elidido, a lo sugerido, a lo asociado, al apretar en el corazón del espectador un botón que le hace ponerse en movimiento y cuestionarse, no permanecer receptor pasivo. Yo creo que ese es el mejor momento del teatro, y me fatiga lo muy narrativo en el teatro, aunque por otra parte tiene esa cosa del festín carnal del cómico, de banquete. Aunque a veces sea demasiado culinario, porque debe ser más ágape que cocina. Pero también el actor tiene muchos recursos a mano para utilizar los procedimientos de la poesía, sugerir, no explicar, dejar aflorar pura latencia, en lugar de hacer explícito cada momento. Dejar percibir la densidad del pensamiento, irradiarlo, extremar la intensidad del contacto con el otro. El milagro de la atención, cómo un actor existe de manera acrecentada cuando su atención es muy pura y no está contaminada. Ese fenómeno de presencia se vuelve algo que ya no es teatrálico, técnico, se vuelve un fenómeno de existencia y de razón última de estar en esta dimensión. La presencia acrecentada es un raro privilegio que tiene uno en el escenario. Normalmente, en la vida cotidiana, cada uno de nosotros de las doce horas de vigilia estamos muchas horas muy perdidos.
– Distraídos.
– Estamos totalmente distraídos. En el escenario no es posible. El escenario tiene la única ventaja de que es un espacio acotado. Dura dos horas.
– A veces más, pero bueno.
– Dura cuatro… Ahí tienes algunos respiros. Si dura cinco y estás con Hamlet o estás con Lear sales, puedes salir, y luego entras y puedes estar otra vez sin perderte. En el momento en que sales puedes perderte. Pero en el momento en que estás en escena no puedes «distra-erte». En ese sentido para mí una de las experiencias más tremendas ha sido Beckett y Hamm. Extrema. Porque el personaje no sale, está inmóvil, fue una puesta a prueba de todas las teorías. Pero del lado experiencial fue muy valioso. De cualquier hecho teatral se pueden extraer las mejores consecuencias. Funcionalmente, el hecho de ser actor tiene un aspecto sacrificial. Ahora que desde esa conciencia no se ejerce la actividad cotidiana. Ya lo sé.
– Se ha referido antes a ello, pero quería que volviera sobre ese asunto porque me parece clave en su trayectoria y en su visión del teatro, y el teatro en general. ¿Qué es la palabra en acción, y cómo se plasma en el escenario?
– Normalmente empieza [jadea levemente, como ante muchas preguntas, se lo piensa, y en este caso recaba su mochila y extrae el libreto de trabajo de la obra que se estrena en febrero, «Grooming», de Paco Becerra], empieza con cualquier texto. Nosotros, a partir de un momento dado, aquí, en La Abadía, cuando empezamos a interesarnos por el legado empezamos a buscar materiales y procedimientos. Y un día me hablaron del análisis activo, que fue puesto en pie por Stanislavski, y es una manera de desglosar cada momento del texto. Digamos que el texto tiene una deriva y de pronto en el texto ocurren cosas. Es un tema interesante. La obra empieza con que están dos sentados en un parque, un hombre y una mujer, una menor de edad y un hombre que la ha contactado por internet. Parecen planos de película. Está contando algo mostrando lo mejor de sí. Quiere que la chica entre, la está invitando. La palabra tiene que estar en esa acción. La acción del hombre es ganarse a la chica, para lograr que le haga una felación. Llamamos un suceso a una cosa que cambia la acción. Sería que todo lo que hagas ahí esté enmarcado en lo que está queriendo cada vez el personaje. Si pregunta, que la pregunta sea activa, que espere una respuesta. Hay que desglosar la acción detrás de cada cosa, si no la palabra se vuelve ornamento. Lo que me toca es la vida secreta de las palabras. En el teatro, el lugar de la condensación, las palabras no son nunca banales, y la palabra en acción es que realmente tienes que estar detrás de cada palabra o, como decía Bernhard Minetti –con quien coincidí como figurante en mis primeros años en la escuela de arte dramático, cuando hacíamos figuración en el teatro de Bochum, uno de los grandes teatros de Alemania-, «hay que poner el culo en la frase». Era una manera de decir de un actor antiguo, de tomar posesión, como una incubadora, de la frase. La palabra en acción empieza muchas veces con el tono. Tú tienes que tocar al otro con la palabra, pero no le puedes hablar por encima de la cabeza. El tono ha de ir directamente al corazón del otro, con toda tu voluntad, sin aspavientos. El ser. Tú esperas algo, preguntas algo, dámelo. Esperas a que te lo dé, pide que te lo dé. La amenaza debe ser activa. Eso está en contra de unas formas de teatro nacional, como en Francia, el teatro clásico francés, mucho más atado a las unidades, que se convirtió en un teatro mucho más enunciativo, muy bello en muchos aspectos…
– Más manierista.
– Mucho más manierista, mucho menos vital que el español en muchos aspectos, o que el anglosajón, o incluso el alemán, y eso ha marcado también una manera de actuar. Cuando he dirigido en Francia el problema que tenía, incluso con gente de la Comédie Française, tenía que decirles: «No, no por encima de la cabeza. Al corazón. Al otro. O busque el tú en el otro». Son maneras de dar vueltas a lo que no es sino una implicación personal del actor con el personaje.
– Pessoa decía que el poeta es un fingidor. Finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente. ¿Y el actor? ¿Qué clase de fingidor es el que dedica su vida al arte de encarnar verdades?
– Sin duda que es un fingidor, claro que sí. Pero yo diría que el poeta y el escritor, pese a lo que diga Pessoa, no es un fingidor en el sentido ordinario. Desde el momento en que el poeta cree en la convención que está creando tiene una respuesta psicofísica, lo implica carnalmente. No solo lo implica mentalmente. Implica otras partes de sí, huele, lo que imagina le puede despertar respuestas sensoriales. De igual modo el actor, cuando empieza a imaginar, a entrar en el conflicto imaginario y a tratar de asumirlo tiene respuestas psicofísicas, reales. No siempre. Entonces ya no es fingir. Fingir es…
– Mentir.
– Es mentir, pero el proceso artístico al que estamos aludiendo se da de bruces con la mentira, que es naturalmente una verdad creada, recreada.
– Un como si.
– Un como si, una verdad recreada. Siempre defenderé eso porque me consta, de haberlo preguntado a escritores («¿tienes respuesta psicofísica, física a esto y a esto?»), y claro, habrá calidades, grados, pero esa respuesta la hay. Por otra parte el reducir el trabajo del ficcionador o del actor al fingimiento es una reducción totalmente inoperante. Porque ambos son caminos de conocer de otra manera, sin duda, y creo que lo mejor de ambos oficios se dirime en –a través de ese trabajo- conocer de otra manera. No solamente quisiera creerlo, sino que estoy bastante convencido de tema. Me jode profundamente cuando hablan de los de la ceja. Me parece, cuando menos impropio, y cuando menos ignorador (por no decir ignorante) de una realidad, sin ensalzar, sin que sea nada especial el oficio. Pero no es eso.
– ¿En qué medida su inolvidable creación del mono Peter el Rojo a partir del «Informe para una academia», de Franz Kafka, fue una aplicación práctica de «La paradoja del comediante» que describió Diderot?
– En el momento en que hice de Pedro el Rojo yo creo que estaba en la segunda de las flores de Zeami. Si me acuerdo bien, la segunda de las flores tiene lugar cuando uno empieza a saber hacer lo que hace, pero solo empieza, y tiene que tener toda la atención para hacer lo que hace y hacerlo bien. Y siente un gran gozo, incluso a lo mejor muestra que lo sabe hacer bien, de ahí el fantasma de la vanidad del que alguna vez he hablado. No, la paradoja del comediante ha sido mucho después, cuando en un estado de más madurez, casi recientemente, el ser completamente consciente de lo que estoy haciendo, estar dentro de lo que estoy haciendo y estar viendo lo que estoy haciendo. Eso es genial por parte de Diderot, haberlo visto. Seguramente Diderot tenía muy buenos amigos actores, que le explicaron muy bien cómo es el proceso.
– ¿Y Kafka también?
– Kafka también tenía muy buenos amigos actores. Un judío de la época en que vivió Kafka y en la ciudad en que vivió Kafka era lógico que tuviera buenos amigos actores. Pero una cosa es leer, y de joven uno leyó «La paradoja», pero sentirla es algo que no llega hasta más tarde. Y sentirla es algo muy productivo, porque desidealiza mucho el hecho actoral y lo remite a una realidad. Yo creo que un hecho actoral completo es imposible con pérdida de sí, con abandono, con inconsciencia. El hecho actoral está determinado por un movimiento básico de la conciencia humana y del ser humano, que no es privativo del teatro, que está en las grandes tradiciones religiosas o de evolución personal. De lo primero que se da uno cuenta es de que el ser humano tiene una tendencia enorme a lo manifestado, lo externo, la presencia del otro. Y tiene de lo que está dentro de sí, de él mismo, muy poca conciencia, muy poca. Hasta tal punto de que esas tradiciones empiezan a darle la vuelta a la tortilla y a exigirte que vayas dentro de ti, que empieces a sentir tu cuerpo, a sentir profundamente tu respiración, que empieces a sentir la propia vibración que está siempre en tu cuerpo y te pasa totalmente inadvertida. La mayoría de las tradiciones que se conocen, como el zen o el Vipassana, con sus famosos ejercicios de meditación, cuyo nombre más apropiado sería el silencio, es entrar en esa realidad. Lo que pasa es que hay un momento en que dicen: abre los ojos, y sigue donde estás, pero estate en lo manifestado, y dentro también, en los dos sitios. Pero si nos damos cuenta, ahora mismo estábamos todo el tiempo en lo manifestado, muy poca parte de nuestra atención estaba dentro de nosotros. Ahora, con un esfuerzo, el actor puede comenzar a sentirse por dentro. Para poder ser testigo de lo que haces tienes que estar muy dentro de ti, muy consciente de cada cosa que haces, porque si no te perderías la instancia que mira: quién mira, quién observa, qué instancia de nosotros observa y qué instancia hace. Son dos. ¿Soy yo? ¿Qué es? Ahí hay una pregunta que es muy productiva y que no se puede solventar a lo bravo. Yo no puedo estar viendo si no me estoy sintiendo totalmente, todo el cuerpo, y en ese desdoblamiento de la atención estás al mismo tiempo en el hacer, estás haciendo. Pero estás sintiendo cada acción que haces, y al mismo tiempo una instancia de ti está observando. Esa es la paradoja del comediante y esa es una etapa muy alta del desarrollo, porque presupone la posibilidad de estar dentro y fuera, y eso ya presupone una capacidad muy avanzada del actor. Esta va a ser una entrevista por la que me van a acusar otra vez de que tengo la cabeza llena de teorías. Pero esto no son teorías. De lo que estoy hablando es pura práctica. No es teoría.
– ¿Fue su interpretación de esa obra en el teatro de la Zarzuela su «carta al padre», pero sin el ajuste de cuentas de Kafka sino un acto de estremecedora ternura?
[Se queda en silencio, conmovido, trata de tragarse la emoción, y no logra reprimir una lágrima. Tras un largo silencio solo acierta a decir una palabra. Así lo contó cuando recibió el doctorado «honoris causa» por la Complutense: «Quiero rescatar una anécdota muy íntima de aquel estreno. Mis padres vinieron de Huelva para asistir. Nunca se habían sentado en un palco de un teatro como el de la Zarzuela. Al aparecer el simio de Kafka, según me contaría ella posteriormente, mi padre cogió la mano de mi madre en silencio. Finalizada la representación entraron en el camerino y me miraron con los ojos brillantes, sonrientes, mudos. Quizás dudaran que fuera yo la misma criatura. Mi padre, en un acceso de timidez que le desconocía, acertó a decirme: ‘Oye, PepeLuí, ezaz oreja que llevabah, no eran lahtuyah, ¿verdad?’»].
– Perdón. Me ha cogido desprevenido.
– ¿Qué cambió de su encarnadura del personaje cuando supo que la hermana de Kafka dijo que el «Informe» era una metáfora sobre el precio que un judío tenía que pagar para ser asimilado? ¿En qué medida eso influyó en su lectura de la obra y en su interpretación?
– No hace falta ser judío para pagar un precio por ser asimilado. Esa es una manifestación de la exclusión que sufren, hemos sufrido, muchos seres humanos, sin ser judíos. Aunque ser judío, en determinados momentos, haya sido una de las cosas más penosas y terribles como condición. Pero la exclusión… Yo también me he sentido excluido y también –supongo- he tenido que pagar un precio por ser asimilado. Estoy seguro.