Por Antonio Orlando Rodríguez
El Nuevo Herald
El sábado, tras una dilatada introducción que incluyó un mensaje en video de la dramaturga argentina Alicia Muñoz al público miamense, Teatro 8 estrenó Justo en lo mejor de mi vida. Al parecer, la Hispanic Theater Guild se vio obligada a esperar algunos años para poder disponer de los derechos de esta obra, y mientras llegaba ese momento llevó a escena otras dos comedias firmadas por Muñoz: Que 40 años no es nada y La pipa de la paz.
Curiosamente, Justo en lo mejor de mi vida dista mucho de ser la «perla» de la trilogía. Las limitaciones composicionales de las piezas que la precedieron parecieran acentuarse en esta parábola de espíritu didáctico y admonitorio, que alerta sobre la importancia de no posponer la reparación de los vínculos afectivos, so pena de que la muerte nos sorprenda y no tengamos la oportunidad de hacer enmiendas.
Como en La pipa de la paz, el libreto plantea una situación y a continuación acumula escenas expositivas, sin desarrollar sucesos dramáticos que impulsen de forma sustancial la acción. La trama resulta previsible desde la prolongada y reiterativa escena introductoria. Las supuestas «revelaciones» son anticipadas sin tardanza por un espectador medianamente perspicaz, por lo que no queda mucho margen para las sorpresas. Hay chistes buenos –en especial los que apelan al humor negro– insertados en medio de soliloquios (fotografía del finado en mano, como era de esperar) y diálogos de carácter moralizante o sentimental. No obstante, haber evadido la tentación de un forzado happy end es una acertada decisión dramatúrgica que se agradece.
Quizás un montaje más creativo habría compensado el escaso vuelo del texto, pero no es éste el caso. La puesta de Marcos Casanova adolece de estatismo y de frontalidad en las composiciones. Hay pasajes en los que el espectador podría cerrar los ojos y limitarse a escuchar, como en una radionovela, pues en el escenario no ocurre nada significativo que subraye, matice o contradiga los parlamentos. Por otra parte, se impone revisar el ritmo para hacerlo más vivaz y eliminar algunos porteñismos –como «loco» o «bancar»– ajenos al ámbito de una familia cubana de Miami.
Los desempeños del elenco son irregulares. Marta Velasco entrega el trabajo más encomiable con un buen timing de comedia y una apreciable sinceridad. Tras los excesos de La pipa de la paz y La última cena, resultan sumamente satisfactorias la mesura y la organicidad con que la experimentada actriz saca adelante a su Verónica, la viuda con sentimientos encontrados. Jorge Hernández consigue una caracterización convincente como el desestresado y bon vivant Piojín, a tono con la proyección que cabe esperar de un ser que lleva «diez años fuera del manicomio» (la sociedad contemporánea). Aunque es un personaje coadyuvante sin mayor relevancia, Hernández lo resuelve con su profesionalismo característico.
Casanova, quien asume el rol protagónico, parece haberse tomado al pie de la letra la condición de difunto de Enzo, pues buena parte del tiempo su interpretación resulta un tanto monocorde y en ella se echa de menos un trabajo corporal más expresivo. Eduardo Miguel entrega un discreto y más bien apagado Lucho. En el caso de Roxana Montenegro, es evidente la necesidad de una dirección que la despoje del lastre de lo recitativo y la ayude a construir una más auténtica Yanina.
El diseño de luces de Pedro Remírez reserva un final bien resuelto técnicamente, pero que, a la postre, no hace sino subrayar la cuestionable originalidad de la obra. Al salir de la sala, no pude evitar hacerme dos preguntas. La primera: ¿cuántas comedias más habrá escrito la autora? La segunda: ¿se propondrá Teatro 8 representarlas todas?