Prólogo de Lluís Pasqual
Traducción de Raquel Marqués
Selección de Jutta Hercher y Peter Urban
Primera edición en Libros del Silencio: enero de 2011
Los cuadernos del doctor Chéjov
Por Lluís Pasqual
La primera vez que estuve Roma yo tenía escasamente veinte años y venía de un país hambriento de libros. Compré en una librería un pequeño volumen, I quaderni del Dottor Čechov: appunti di vita e letteratura (Los cuadernos del doctor
Chéjov: apuntes de vida y literatura). Eran notas escogidas tomadas de los cuadernos en los que Chéjov —que llevaba siempre uno encima— anotaba de una manera muy breve, casi a la manera de un pintor, expresiones, frases o gestos, modos de vestir o de comportarse de una persona, o tal vez la descripción de un animal o un paisaje. Iban acompañadas de algunos, muy pocos, pasajes de su copiosa correspondencia. Algunos hacían referencia al teatro, a sus estrenos, a grandes fracasos o grandes éxitos, o a alguna de sus polémicas con Stanislavski. Yo había leído sus cuentos y por supuesto todos sus textos teatrales, aunque no recuerdo la impresión que me produjeron la primera vez. En cualquier caso no fue superior a la de sus cuentos, que me parecieron extraordinarios tal vez porque contenían una mirada más severa. Algo había en su teatro que se me escapaba. Me parecía no entenderlo. Y por supuesto no lo entendía. En realidad no me di cuenta de su grandeza hasta que estuve dentro; hasta que en el Teatre Lliure, prácticamente al empezar, nos atrevimos con una obra maestra como Las tres hermanas. Pero eso aún quedaba lejos y no podía ni siquiera soñarlo.
Al salir de la librería romana abrí el librito y quedé fascinado. Volví a entrar de inmediato y compré un diccionario más serio que el de primeros auxilios que llevaba encima. Mi conocimiento del italiano era aún muy limitado. Se suponía que en frases y pensamientos a veces tan cortos como un haiku la precisión era fundamental, y yo quería leerlo con la mayor exactitud posible. Me senté junto a una fuente y permanecí horas dando vueltas al librito y al diccionario. Allí parecía estar la clave de todo. Sus anotaciones eran como fotografías que captasen exactamente un momento de vida en toda su objetividad, desposeídas de toda retórica o de toda interpretación. Por supuesto eso no era cierto, o no lo era a mis ojos, los ojos del lector que siempre fabrica su propio autor y que Chéjov probablemente no hubiera deseado, porque él no estaba haciendo voluntariamente literatura al escribir esos apuntes, como no lo pretendía en la mayoría de sus cartas. Pero a través de cada anotación, de cada ínfimo detalle fijado en una instantánea hecha de palabras, se nos revela la perplejidad del autor ante el mundo, lo que le sorprende y lo que le indigna y lo que provoca su indomable sonrisa y su imparcialidad hacia los seres humanos que se cruzan con él, a los que tal vez no llega a dirigirse, pero que observa todo el tiempo con esa mirada privilegiada y doble que poseen siempre los grandes escritores; sobre todo si además son médicos de vocación. Y Chéjov fue un buen médico, como lo fue Büchner, el creador de un personaje gigante del teatro: Woyzeck.
Desde entonces, cuando he tenido la suerte de poder llevar a escena a un autor, no sólo a Chéjov, acudo antes de nada a su correspondencia, si existe, o a sus textos sobre otros temas. Casi siempre me han enriquecido mucho más que los estudios, por sobresalientes que sean, sobre el propio autor. Al fin y al cabo, en el teatro el ejercicio de conexión espiritual que se establece en la lectura se hace físico a través del intérprete, y los destellos que se escapan de esos momentos íntimos encerrados en las palabras nos pueden explicar el porqué profundo y exacto de un momento literario escrito para el teatro, un momento que en el escenario tiene que traducirse en apariencia de vida para convertirse en una metáfora de ésta. Y con Chéjov ese conocimiento es imprescindible, porque el intérprete de Chéjov debe ejercer la libertad desde un profundo rigor, como lo hacen los dedos de un pianista. Al fin y al cabo un personaje es alguien, un actor, que, sea cual sea su sistema de «fingimiento», se comporta en el escenario como otra persona, y Chéjov exige mucho de la interpretación porque no admite la impostura: ha observado de demasiado cerca a los hombres. Por su profesión, además, ha podido hacerlo en el microscopio y ha podido ver su verdad más íntima, la que no puede mentir porque está en el interior de la apariencia. Si Shakespeare nos cuenta de qué materia está hecho el ser humano, Chéjov nos describe, tan certeramente como El Bardo, cómo se comporta esa materia, cómo nos comportamos: el modo en que se refleja, por lo menos para los demás, cómo somos.
Atahualpa del Cioppo, un maestro de teatro uruguayo —que si en lugar de hablar castellano hubiera hablado inglés sería tan conocido como Lee Strasberg—, me dijo una vez cuando yo era muy joven, en respuesta a mi entusiasmo ante el clásico de Jan Kott Shakespeare nuestro contemporáneo: «Léalo, por supuesto, claro que sí. Pero si, por falta de tiempo, tuviera que escoger, es preferible que lea a Shakespeare». Si un prólogo a un libro debe ser una invitación a la lectura, les aconsejo que se salten mis comentarios y vayan directamente a lo que Chéjov piensa y escribe sobre el teatro, es decir, de algún modo, sobre la vida, porque es apasionante y sienta bien. Por supuesto, si han leído la obra literaria de Chéjov o piensan hacerlo, éste es un libro que les enriquecerá y les dará un punto de vista personal, más complejo y limpio, sobre un autor posteriormente demasiado mistificado y mitificado por diversas y en muchos casos violentas y explicables circunstancias históricas. Y si acceden a este libro por simple curiosidad, les conmoverá sin duda la manera de hablar directa y en minúsculas de un mundo que se convierte en el Mundo y de su percepción de poeta, de esa mirada que sólo poseen los poetas, siempre unos centímetros más cerca de la verdad. Pero en especial si les dice algo el teatro de Chéjov o pertenecen ustedes a la llamada «profesión teatral», este libro me parece imprescindible para cada uno de nosotros. En sus comentarios sobre nuestro oficio, sobre su relación con él, podremos entender seguramente cómo leer sus textos y lo que sienten los seres creados por él y, de este modo, transmitir esa mirada a nuestros espectadores; entender y transmitir sus personajes sin filtros aprehendidos, y asumir, a través incluso de la que tal vez sea su mayor contradicción —un médico que curaba la tuberculosis y que, aun tan cerca de una verdad objetiva como manchar el pañuelo de sangre
cuando escupía, se negó siempre a sí mismo, negándosela a los demás, su evidente enfermedad—, el reto moral que nos plantea como intérpretes: profundizar con él en su mirada sobre el alma del ser humano a través de su comportamiento, sin hacer ni hacernos trampas.
Dice Peter Stein que se necesita una categoría moral para interpretar a Chéjov porque nos confronta al ser humano tal como es, no como uno puede imaginarlo, sobre todo en un escenario. Y ese ejercicio brutal de reconocimiento, que cuando
se produce se transmite como una ola de aire fresco y terapéutico a cualquier tipo de público, nos obliga como intérpretes a un acto de humildad y a un enfrentamiento cara a cara, sin subterfugios, con las distintas facetas de la realidad; y dentro de cada realidad, con la que los de este gremio llamamos «la verdad», tan simple y tan compleja al mismo tiempo. Por eso Chéjov hace tan feliz a los actores, porque les pone el listón muy alto en su constante búsqueda y al mismo tiempo éstos saben que los va a ayudar en ese trayecto, que los va a llevar a ciertas inesperadas preguntas para intentar hallar respuestas. Al fin y al cabo los actores, como se ha dicho, no son más que seres que buscan la verdad para escribirla como los poetas, pero en la arena, de donde se la llevan enseguida el aire y el agua. No podrían, no podríamos hacerlo solos. En ese trayecto, como sólo hacen los grandes, él nos coge de la mano y nos acompaña por los caminos más cercanos a nosotros mismos y sin embargo más inexplorados. En Chéjov se puede tener absoluta confianza. Basta simplemente escucharlo. Y para escuchar a alguien y confiar en él, siempre es mejor conocerlo, saber lo que piensa de nosotros, cómo vive lo que nosotros vivimos…, y en las palabras que él dejó, y de las que está compuesto este libro, podemos descubrirle, casi entrar en el pensamiento del ciudadano Chéjov, compuesto de tantos otros Chéjov como una infinita muñeca rusa, conteniéndose unos a otros. Por eso me parece un tesoro imprescindible cada una de sus frases para las gentes del teatro. Como me lo parece toda su correspondencia, sólo disponible en ruso y en alemán, aunque parcialmente traducida al inglés, pero no así al castellano. El avance que supone la publicación en nuestra lengua de este libro me parece una gran noticia porque nos ofrece un instrumento fundamental sobre un autor con el cual nos enfrentamos o soñamos enfrentarnos todos los hombres y las mujeres que hemos elegido el teatro como opción de vida.
Y a modo de curiosidad, vuelvan si quieren sobre esas notas que los directores de teatro solemos escribir antes o después de los ensayos para poder objetivar de algún modo nuestras dudas y reflexiones, nuestros miedos y nuestros pequeños descubrimientos en los ensayos con los actores, en nuestro intento de interpretar la poética de otro autor viajando, lo más honestamente posible, hasta lo más profundo de su pensamiento y de sus sentimientos. Estas notas, como los textos de este libro, aunque sin ninguna calidad y con menos sentido, no están escritas para ser publicadas. Las he adjuntado en un vano intento vagamente chejoviano de acercarles a ustedes a algunos momentos de «la realidad» del oficio del teatro, hecho de preguntas y de dudas muy concretas, si no con un microscopio, como era capaz de hacerlo el maestro, sí con una discreta lupa.
Las tres hermanas, Teatre Lliure, 1978
1.- Creo que hoy hemos encontrado el ritmo del tercer acto. Es más, sabíamos que la solución estaba escrita pero pasábamos delante de ella sin darnos cuenta. El ritmo de Chéjov, su respiración, viene condicionado doblemente por los hechos
que ocurren y por el estado de los personajes dentro de ese hecho, que no siempre coinciden: por ejemplo, el tercer acto es uno en el que lo que sucede es dramático (un incendio en unas casas vecinas, casi un barrio entero), y sin embargo Masha se encuentra en el momento máximo de su felicidad. Todo está indicado, como siempre, con la pulcritud y la exactitud del mejor científico. Basta con seguir sus pistas. Se supone que este tercer acto respira con el fuelle de un suceso dramático, el incendio. Como para no estorbar el continuo ir y venir de cubos de agua y de vecinos acogidos que transitan por la planta baja nos encontramos casi refugiados en la habitación de Olga. Chéjov, con su precisión y su amor por lo concreto, nos dice en la acotación al principio del acto: «Son más de las dos de la madrugada». A mitad del acto, el barón Tusenbach afirma «Son más de las tres. Empieza a amanecer». Y casi al terminar le dice a Irina: «… Acuéstese. Está clareando, ya llegó la mañana».
Sin esos datos se podría suponer que el acto transcurre (¿por qué no?) en los tiempos muertos que se producen durante estos momentos traumáticos y que podría tener un tempo lento: el de una noche que transcurre dramática hacia el amanecer. En este tercer acto, además, en medio de este incendio real y metafórico, será cuando los personajes, cada uno a su manera, se van a «revelar» en sus deseos más íntimos. Podríamos considerar este acto desde el punto de vista de esas «revelaciones» y tratar el incendio como una excusa dramática necesaria para hacer avanzar la acción. Pero ahí estaríamos falseando uno de los aspectos fundamentales de la mirada de Chéjov: la historia y sus hechos no son un fondo ante el cual se desarrolla la vida del hombre, sino que esos hechos, provocados por el mismo hombre, se entrelazan y forman parte de su propia existencia. Es su opción política y nos lo cuenta toda su literatura y sobre todo su teatro. Porque incluso la aparición de los deseos en esos posibles «tiempos muertos» irrumpe de una manera explosiva, inesperada, como las llamas del propio incendio. Nada hace suponer un ritmo lento excepto el espacio existente entre la primera acotación del autor al principio del acto y las frases del barón.
Felizmente, hoy, con un manual de astronomía, y gracias a los limitados pero sólidos conocimientos del tema por parte de Jacinto Antón, mi imprescindible ayudante, nos hemos lanzado a calcular la hora de la salida del sol en el año en que se escribió Las tres hermanas en la indeterminada pequeña ciudad de provincias en la que Chéjov sitúa la acción y que se encuentra, según el texto, a menos de un día de marcha de Moscú. El acto transcurre a finales del verano. Ese día la salida del sol se produjo a las 2 h 57 m. Eso nos da el ritmo y la respiración del acto, tanto de una manera general como para cada uno de los personajes, porque podemos calcular el tiempo que dura. El movimiento que provoca en el espíritu el tránsito hacia el amanecer no pierde su sentido metafórico, pero Chéjov no quiere una revelación retórica. El acto tiene una duración máxima de entre treinta y cinco y cuarenta minutos, no más. Con ese tempo, no hay pathos, no hay «sentimentalismo» posible en el que el intérprete pueda tener la tentación de caer. Las «revelaciones» sólo alcanzan un primer plano porque se cuelan en medio de la tragedia, pero forman parte de la misma espiral y de la misma respiración acelerada, con todos sus múltiples cambios en cada pequeña situación y cada escena del acto.
Esos datos son un tesoro y una ayuda inapreciable que deja el autor para que no caigamos en la tentación de mistificar la realidad, pero requieren una profunda exigencia para poderse mover con libertad en ese tempo que, como un músico de los sentimientos, nos ha transmitido de una manera cifrada pero exacta: si es más lento olvidamos la nota anterior y nuestro cerebro no puede recomponer la melodía ni apreciarla; si es más rápido, tampoco puede apreciarla porque las notas se acumulan unas encima de las otras y no hay espacio posible para que fluyan en ese mismo cerebro, la propia melodía dejará de serlo porque estará simplemente comprimida. Y, por supuesto, siempre estará la cuestión de las diferentes lenguas, de la traducción. La lengua de Chéjov es, como no podía ser de otra manera, absolutamente musical. Si hubiera recordado una cierta aceleración —puramente intuitiva, por su parte, pero lógica con la escritura— en la lectura del original que de este tercer acto nos hizo la muchacha rusa en lugar de dejarme cautivar sólo por la belleza de la lengua, habría tenido una buena pista y me habría ahorrado muchos dolores de cabeza que hoy creo que hemos podido resolver. Creo que hemos encontrado una llave que abre una de las puertas, tal vez la más importante, para poder interpretarlo.
EL JARDÍN DE LOS CEREZOS, Teatre Lliure, 2000
1.- Estupor y risas durante el ensayo. Nadie consigue actuar de una manera tan «natural» como el perro que acompaña al personaje de Charlotta. Por supuesto que la inclusión del animal acentúa de un modo poético la soledad del personaje.
Pero creo más bien que Chéjov, en su última obra, casi como un guiño, nos coloca una referencia de «verdad» en el escenario, como diciéndonos: Hasta que no seáis tan creíbles como éste…
2.- Una vez más hemos constatado que para interpretar a Chéjov es preciso estar perfectamente «afinado» y ser como un atleta del espíritu, estar preparado para que afloren sin cesar sentimientos tan intensos como contradictorios e inespera dos. Porque Chéjov nos exige saltos constantes. Su modelo no es literario, sino la propia vida. Y, como en la vida, nadie debería saber la frase con que el otro le va a contestar ni por supuesto la que uno mismo va a decir. Esa operación de falso olvido necesita un intérprete muy entrenado. Un actor se debate constantemente por encontrar y por hacer surgir de su interior la autenticidad de un sentimiento. Con Chéjov, apenas lo ha encontrado debe abandonarlo para saltar a otro. Uno de los hilos de tensión del primer acto consiste en que los demás le ocultan a Liubov la presencia en la casa del estudiante Petia Trofímov. Petia había sido el profesor de su único hijo, muerto repentinamente. Todos temen la conmoción que producirá el encuentro. Casi al final del acto entra. El aire está plagado de recuerdos, la emoción del regreso y el cansancio del largo viaje colocan a los personajes en un evidente estado de fragilidad. Sin embargo, ella, después de una irracional y lógica explosión de dolor que la retrotrae unos instantes al recuerdo del hijo, lo mira y le dice: «¿Por qué te has vuelto tan feo? ¡Casi te has quedado calvo!». Como siempre, la frase inesperada, la más exacta, la menos literaria y retórica, la que más pertenece a la vida y a su movimiento constante. Por eso llega a crear ese espejismo de vida: porque reproduce las mismas reglas de comportamiento.
3.- La actitud de Miss Marple que aprendí durante el montaje de Las tres hermanas nos ha servido, en principio, para comprender desde la primera lectura el tempo en el que Chéjov quería que se desarrollara este cuarto acto. Por supuesto, hay algo de agónico en la desgarradora despedida, en el abandono y la pérdida de la casa, en casi todos los personajes, pero a Chéjov no le interesa mostrar eso, ya se supone; se desprende de la propia situación. Y superpone a ese acorde constante, a ese basso continuo, el resto del pentagrama, que consiste en el ritmo desenfrenado que supone terminar de hacer un equipaje, cargarlo, cerrar la casa, tomar un coche de caballos y acudir a la estación a una hora determinada para tomar el tren; un ritmo tan desenfrenado y anárquico que les conduce a olvidar al propio Firs dentro de la casa. Por supuesto, dejando la simbología poética a un lado —por lo menos en este primer momento, porque el teatro en su materia prima no está hecho de símbolos sino de actos y de gestos concretos que, tal vez, más tarde, puedan resultar simbólicos para el espectador—, Chéjov nos da instrucciones, nos marca el tiempo desde el principio, no hay equívoco posible. En la réplica número diez del acto Lopajin dice en voz alta: «¡Señores! Tengan en cuenta que sólo faltan cuarenta y seis minutos para el tren. Es decir, que dentro de veinte minutos debemos salir para la estación». Aun teniendo en cuenta la duración de las primeras nueve réplicas y lanzando los caballos al trote hacia la estación para ganar los dos o tres minutos de retraso, el acto no puede ir más allá de los veintitrés o veinticinco minutos hasta llegar al corto monólogo final de Firs. En ese espacio de tiempo debemos movernos.
4.- Liubov regresará finalmente a París con el hombre que le manda los telegramas para que vuelva con él, del cual conocemos sólo que se aprovechaba de su dinero y el ambiente en el que éste se movía con ella por la descripción que hace Ania en el primer acto. Todo induce a pensar en un chulo anónimo. Ana [Lizarán] piensa que eso la puede llevar a interpre tar el final como la claudicación a un vicio, a una atracción hacia algo o alguien demasiado pequeño en comparación con lo que tiene que poner en juego, y que a la fuerza la llevará a un comportamiento superficial o demasiado frívolo en determinados momentos. Y París y sus telegramas aparecen en cada uno de los actos. Necesita que París, en su imaginario, sea algo más. Le paso una información que me dio una gran actriz rusa que había interpretado a Liubov: «¿Y si el hombre que ella hubiera dejado en París fuera un joven Picasso?». Hoy hemos empezado a intuir también —de hecho hace días que aflora esa sensación— por qué Chéjov insistía tanto en que la actriz que interpretara a Liubov estuviera acostumbrada a interpretar personajes cómicos. No porque Liubov sea un personaje cómico, o en cualquier caso no más que el resto que compone este universo, sino porque debe poseer el tempo cómico, más cercano a la realidad que el tempo trágico, que no es más que un artificio. En cualquier caso lo hemos leído como un mensaje que define un latido interior del personaje, es decir, un tempo interno en su manera de acercarse o de ignorar los acontecimientos.
5.- Cuántas interpretaciones sobre lo que ve Liubov en el primer acto en su visión del jardín antes de acostarse. Contemplando el milagro de un huerto de cerezos a la vez florido y nevado bajo una noche lunar, parece revivir su infancia y vislumbrar el fantasma blanco de su madre al fondo, bajo los cerezos. La actriz se pregunta forzosamente en qué estado de delirio, excitación o cansancio se encuentra para tener semejante visión. La explicación posterior de su confusión con un árbol retorcido no parece plausible. Parece debida más bien a la exclamación de Varia, que teme por un momento que Liubov haya vuelto de París con la razón trastornada. Si tiene que llegar a ese pico emotivo, o si tiene razón Varia, su punto de partida o su recorrido emocional desde el principio de la obra deberá situarse ya a una temperatura determinada. Nada en este acto ni en el resto de la obra hace suponer que Varia tenga razón. De ser así, sería un rasgo determinante en el comportamiento del personaje durante toda la obra, así como en el modo en que los demás la observan y se comportan con ella. Volviendo al original ruso uno descubre una acotación repetidamente olvidada en nuestra traducción y en muchas otras consultadas: una página antes Chéjov escribe «Charlotta Ivánovna, vestida de blanco, muy delgada, atraviesa la escena. Lopajin le pide que haga un juego de manos, no tiene ganas de irse, y ella responde que tiene ganas de acostarse y se va». Ese pasaje corto no añade nada a la acción ni al conocimiento del personaje, y el propio Lopajin dice poco después al despedirse que no tiene ganas de irse. Sin embargo está ahí. Vestida de blanco y muy delgada, indudablemente con su perro también blanco, atravesando ese antiguo cuarto de los niños para ir a dormir… ¿dónde? ¿No está oponiendo Chéjov a ese momento de poesía pura, de recuerdo de infancia de Liubov, el paseo concreto y fugaz de Charlotta con su perro, al que ha sacado al exterior antes de acostarse? ¿No es a alguien tan concreto como Charlotta a quien ve Liubov y cuya imagen evoca y se superpone por un instante fugaz a la de su madre y la lleva a la infancia por unos segundos, por otro lado uno de los temas de este primer acto?
6.- Hay que volver siempre al original. Los traductores de Chéjov, influidos casi siempre por la lectura nostálgica que del autor hacen los Pitoëff, refugiada y alimentada en Francia, dulcifican su lenguaje y con ello matan sus impulsos. Rosa Vila, la intérprete de Varia, tiene un problema en una de las entradas del tercer acto, que frena un comportamiento y un estado emotivo o, mejor dicho, un conjunto de ellos que parecen darle un recorrido relativamente seguro durante el tercer acto. Pero está el problema de esa entrada. O encontramos la manera de interpretarla dentro del comportamiento y las reacciones que se ha creado la actriz, o quiere decir que todo está equivocado y… vuelta a empezar. Las entradas y salidas son fundamentales en la dramaturgia de Chéjov, y el actor se pregunta siempre de dónde viene y adónde va tanto interna como externamente. Porque él tiene que saberlo para que lo sepa el público y para decidir qué energía deberá aportar su entrada al escenario, que se sumará y teñirá forzosamente de otro color la energía ya existente. En cualquier caso, «traducido al esperanto», como diría la Sardà —es decir, en lenguaje de cocina—, todo confluye y se reduce al «¿Cómo entro?». Más tarde diría Koltés que la mayor dificultad del teatro consiste en darle a un personaje los motivos necesarios para entrar en escena. Una vez ha entrado, a la fuerza tendrá que explicarse de un modo u otro, pero la auténtica dificultad está en esa entrada. Y Chéjov admira, conoce, practica y de un modo expreso afirma varias veces con respecto a El jardín de los cerezos la estructura infalible y de mecanismo de relojería del vodevil, que le servía además como continente poético de lo que él afirmaba escribir: comedias que provocaran el estupor y la risa como reacción higiénica ante una realidad que sólo podía contemplarse —para no caer, refugiarse y complacerse en la retórica vacía de la decadencia— con una sonrisa inteligente. Más allá del sentido poético y metafórico que podemos atribuirle nosotros o que podían atribuirle en su propia época (incluso Stanislavski tendía a hacerlo, con el desacuerdo manifiesto del mismo Chéjov).
Lo cierto es que Varia, es decir Rosa Vila, tiene que entrar y sorprender a Yepijódov borracho y comportándose de un modo excesivo, por lo menos ante sus ojos. Al final del corto diálogo ella le dice, en nuestra traducción, lo que una actriz llamaría una «frase freno»: «Me estoy preguntando por qué no te vas». En el original, Chéjov escribe simplemente «Fuera de aquí. ¡Fuera!». Problema resuelto.
Descargar aquí una selección de textos del libro, en formato pdf.