Por Armando de Armas
Fuente: Radio y Televisión Martí
(Martí Noticias, A. de Armas) – Mariel, un puerto, un puente, un éxodo que trajo a más de 125,000 refugiados cubanos a las costas de Estados Unidos, entre abril y septiembre de 1980, gente sencilla del pueblo que anhelaba vivir en libertad aunque, muchos, ni siquiera tuviesen muy claro el verdadero sentido de dicha palabra, pero también profesionales, técnicos, artistas y, con ellos, delincuentes y enfermos mentales sacados directamente de las cárceles y manicomios de la isla y obligados a montar en los barcos mezclados con el resto de los refugiados: cada embarcación de las que venían a buscar a sus familiares desde la Florida estaba obligada a cargar con su cuota de locos y presidiarios.
Era la manera en que el régimen comunista de Fidel Castro quería justificar el apelativo de escoria endilgado por los machacones medios de difusión y durante los violentos actos de repudio a las personas que querían abandonar el país, el paraíso proletario. Mariel fue también una salida a la grave crisis económica y política que vivía el país, y al descontento generalizado entre la población, que veía como sus hermanos que habían marchado al exilio denostados como gusanos, regresaban ahora a la isla transmutados en mariposas, es decir, en miembros de la comunidad cubana en el exterior. Mariel representó, además, un cambio radical en las dos orillas del devenir nacional: Ni Cuba volvió a ser la misma, ni Miami tampoco. En la historia de Cuba, y en la de Miami, una y la misma finalmente, hay un antes y un después del desparrame del Mariel.
Por el Mariel llegó también, cómo no, un grupo de importantes, o que llegarían a serlo, escritores cubanos, entre ellos, Juan Abreu, Luis de la Paz, Reinaldo García Ramos, Carlos Victoria y Reinaldo Arenas, tantos y tan importantes que se ha llegado a acuñar el término, discutido pero acuñado, de generación del Mariel. Con motivo del 30 aniversario del aquellos acontecimientos, Armando de Armas ha entrevistado en exclusiva para MartíNoticias al escritor Vicente Echerri. El entrevistado no sólo habla del Mariel, sino que desmiente algunos hechos en torno a su biografía que muchos, incluido el entrevistador, daban por ciertos.
Vicente Echerri, nacido en Trinidad, Cuba, en 1948, ha publicado poesía (Luz en la piedra: Madrid, 1986; Casi de memorias, 2008); ensayos (La señal de los tiempos, 1993) y relatos (Historias de la otra revolución, 1998; Doble nueve, 2009). Ha ejercido el periodismo de opinión por más de veinte años y columnas suyas aparecen regularmente en varias publicaciones de Estados Unidos y América Latina. Ha traducido numerosos libros del inglés al español.
MN. Usted aparece, muy joven y desenfadado, en el documental En sus propias palabras, dirigido por Jorge Ulla en 1980, sobre el arribo de los refugiados cubanos del Mariel ¿Era la primera vez que hablaba ante las cámaras? Por favor, cuénteme brevemente como sucedieron las cosas.
VE. El documental En sus propias palabras ha servido para afirmar una inexactitud: la de mi salida por el Mariel. Yo salí de Cuba por el aeropuerto José Martí el 7 de octubre de 1979 rumbo a Madrid, y entre esa ciudad, París y Londres estuve como seis meses antes de venir a Miami el 12 de marzo de 1980. Cuando se producen los acontecimientos del Mariel, vivo en Miami. A fines de abril, o a principios de mayo, dejo la casa de mi familia y me mudo solo en un pequeño apartamento de la Pequeña Habana donde solía recalar con frecuencia Reinaldo Arenas y donde una mañana lo fue a buscar, para entrevistarlo, Jorge Ulla. Arenas no estaba y él me invitó a almorzar. Durante el almuerzo hablamos mucho y él quiso filmarme para su documental, aunque yo le advertí que no había venido por el Mariel. Con una cierta ligereza de criterio, me dijo que no importaba, que en la práctica casi había salido de Cuba al mismo tiempo, y ésa es la razón por la que aparezco en la película. No recuerdo si ya para entonces me había enfrentado a las cámaras del cine o la TV; pero sí me habían hecho varias entrevistas. Después me han entrevistado muchas veces para la TV. Siempre he obrado como si estuviera en la sala de mi casa, con absoluto desdén por la cámara, tal vez por eso salga natural. Echo de menos el pelo que me sobraba entonces.
MN. Bueno, el hecho de que no haya venido por esa vía es puramente anecdótico ¿Cómo valora, treinta años después, los sucesos del Mariel y la Embajada del Perú en Cuba?
VE. Creo que los sucesos de la embajada del Perú y el éxodo del Mariel, aunque contiguos en el tiempo, son dos fenómenos distintos, al menos de origen. El primero es una respuesta espontánea del pueblo a la bravuconada del régimen de quitarle las postas a esa embajada, un arranque de libertad. El segundo, en cambio, es la reacción airada del régimen ante este brote de rechazo popular: la manera típica con que Castro siempre ha intentado, para decirlo en sus palabras, convertir el revés en victoria. El hecho de que condicionaran la salida a que las personas se declararan antisociales (por ejemplo, el caso de mujeres decentes que buscaron pruebas escritas de que habían ejercido la prostitución) hace evidente la malévola intención y el ánimo de revancha de los mandantes, amén del propósito de poner en aprietos al gobierno de Estados Unidos, algo que consiguieron. No obstante, la mayoría de los que llegaron a este país por esa vía superaron la humillación inicial y rehicieron sus vidas exitosamente.
MN. ¿Qué ambiente primaba en la isla en los meses que precedieron al Mariel, había algún indicio cuando usted sale de Cuba de que algo así pudiera ocurrir en la domesticada sociedad isleña de ese tiempo?
VE. Cuando salgo de Cuba en octubre de 1979, el nivel de descontento era muy alto. A veinte años del triunfo de la revolución, ésta había probado sobradamente su fracaso, su absurdo nivel de arbitrariedades, algo que las visitas de la llamada «comunidad cubana en el exterior» sirvieron para acentuar. De repente, la gente se dio cuenta de que los denostados «gusanos» regresaban como portadores de un nivel de vida superior y con un amor intacto por los suyos, mientras a ellos los habían mantenido empozados en la miseria y en el odio. El fenómeno de la embajada de Perú es una consecuencia directa de esa frustración que el contacto con los cubanos del exilio acentúa. Sin embargo, en el momento de mi salida, tal suceso, sin precedentes en cuanto a la masividad, al número de personas, no nos pasaba por la mente. La salida de barcos por Mariel sí tenía el precedente de Camarioca en 1965; pero lo de la embajada de Perú fue un fenómeno que nadie se hubiera imaginado unos meses antes.
MN. ¿A su llegada, qué ambiente primaba en Miami, social y culturalmente hablando?
VE. Todo exilio es naturalmente paródico y caricaturesco, y en eso el nuestro, que tiene su mayor núcleo en Miami, no constituye una excepción. Es conmovedor como una comunidad desarraigada y, peor aún, descoyuntada, se esfuerza en reconstituirse aquí; pero el indiscutible éxito económico de los cubanos del exilio -que nos enorgullece a todos- no ha marchado a la par con el aprecio por nuestros valores culturales que son precisamente los que identifican y distinguen a una comunidad. Al llegar a Miami noté enseguida la falta de una sólida institución que sirviera para atesorar, promover y difundir la cultura cubana que iba llegando a esta orilla luego del colosal naufragio de la nación. Treinta años después, sigue faltando. En ciertos cócteles he oído decir más de una vez que tal o cual escritor es «una gloria de Cuba», pero la mayoría de lo que esto dicen no sabe nada de su obra. La cultura cubana, sobre todo la literatura, la historia, la humanidades en general, ha estado muy mal atendida en el exilio, con las excepciones de siempre, pues no han faltado agrupaciones, cenáculos, peñas y editoriales, pero todas de alcances muy modestos y carentes de la protección de nuestros grandes capitales. Nunca olvido lo que Leví Marrero me dijera una vez para definir en una frase el filisteísmo de nuestros más pudientes: «En Cuba los ricos no leían, pero al menos compraban libros; en el exilio ni siquiera los compran».
MN. ¿A Reinaldo Arenas, lo conocía desde Cuba o lo vino a conocer en Miami?
VE. A Reinaldo Arenas lo conocí en La Habana gracias al poeta Roberto Valero, un ser candoroso como pocos, entusiasta de la gente; pero, al mismo tiempo, con una cierta dosis de fascinación por cualquiera que fuera poseedor de alguna fama, mala o buena, y Arenas tenía ambas. A Reinaldo lo traté mucho en mis últimos años en Cuba e incluso él fue de los que me acompañó hasta el aeropuerto y quien le avisó a algunos de sus amigos de mi llegada a Madrid. Después lo vi en Miami y en Nueva York. En el trato personal era simpático y querendón, y poseía una desbordada imaginación que se refleja, como chispazos, en su escritura. No obstante, hubiera preferido no haberlo conocido. Creo, como dijera Ángel Rama, que era mala persona y peor escritor. En el exilio lo han magnificado aquellos que menos lo han leído. Para mí -y esto tiene todas las limitaciones de la opinión- El mundo alucinante es su única novela que merece ese nombre; todo lo que viene después es hojarasca. Si se hubiera ahogado en el Estrecho de la Florida, la literatura cubana no habría perdido nada.
MN. ¿Se siente usted ligado de alguna manera a eso que en el ámbito literario se ha dado en llamar generación del Mariel?
VE. Yo, en verdad, no creo que exista una «generación del Mariel», si nos atenemos a lo que se entiende por «generación». Creo que se trata de un grupo de escritores (y también de artistas plásticos) a quienes une un fenómeno de suyo traumático -la salida por el puerto del Mariel- y los prejuicios con que al principio se estigmatiza a esa migración en el exilio. La identidad «Mariel», por llamarla de algún modo, que adquiere una corporeidad en torno a la revista literaria de ese nombre, es una afirmación de grupo frente a los prejuicios o la falta de medios para la difusión de sus obras que sus miembros encuentran aquí (Reinaldo García Ramos explica esto muy bien en un libro sobre el tema que está por salir). Pero entre los mayores y los más jóvenes de ese grupo media casi la distancia de una generación. Tampoco comparten una estética común. Yo nunca fui parte de ese grupo, pese a ser amigo de casi todos sus miembros, aunque de la cosmovisión literaria de algunos, como la de García Ramos, me sienta muy afín.
MN. ¿Cómo escritor que ha significado para usted el exilio?
VE. El desarraigo del exilio siempre fortalece, en el caso de los escritores, el asidero de la palabra. Yo no he sido una excepción, pese a que cierta pereza y cierta tendencia a la degustación son responsables de la modestia de mi obra. Siempre me acuerdo que Heberto Padilla me decía, «si te hubieras quedado en Trinidad estarías escribiendo la parodia de Keats». Y es cierto que una de las mayores amenazas a la literatura es la provincia. En ese sentido, Cuba ha ido acentuando su provincianismo, del que no se libran ni siquiera algunos de los más grandes, como Lezama. El exilio, pues, ha significado para mí una apertura, al tiempo que me ha facilitado la distancia necesaria para decantar las esencias de lo cubano. A más de treinta años de que falto de Cuba, me siento más cubano -en lo esencial- que cuando vivía allí, donde casi todo me parecía abominable, empezando por el clima, y de donde sólo deseaba escapar.
MN. ¿De qué le acusaron para meterle entre rejas en Cuba?
VE. Todo empezó por un arresto que me hicieron una tarde en que me visitaban varios amigos, miembros todos ellos de la Great Britain’s Friends Society, que yo había fundado un año antes para buscar un poco de oxígeno a través de la embajada inglesa. Al principio intentaron acusarme de «agente del imperialismo británico», cargo un poco absurdo, pero no menos peligroso, del que sospecho me libró la oportuna intervención del embajador inglés, con quien me encontraría mucho después en Londres. Quedamos pendientes de juicio y, en el ínterin, intenté huir de Cuba por el sur rumbo a las Islas Caimán, una empresa que exigía las habilidades marineras que ninguno de los que iba conmigo poseía. El resultado fue diez días al garete en alta mar (con tormenta, tiburones y todo lo imaginable) y un aparatoso naufragio en Cayo Ávalos, al sureste de Isla de Pinos. Al final, la suma de los dos juicios fue de sólo dos años y medio de prisión, de los cuales los últimos 18 meses los pasé entre los plantados. Yo tenía 20 años al entrar en la cárcel y la experiencia contribuyó decisivamente a la maduración de mi carácter y a mi formación intelectual.
MN. Alguien, ya muerto, me contaba que usted se comportaba en presidio como un Lord inglés, al punto de que observaba la costumbre de tomar el té, o algún sucedáneo, a las cinco de la tarde. ¿Es ello cierto o forma parte de la leyenda en torno a cualquier escritor que se respete?
VE. Para empezar, los ingleses no suelen tomar el té a las 5:00, sino a las 4:00. Es curiosa esa discrepancia de una hora, pero nunca he podido saber de dónde sale eso del five o`clock tea que muchos siguen teniendo erróneamente por una costumbre británica. Tal vez los ingleses tomaban el té a las cinco en la India; o, en algunas casas más pobres, donde no había cena, se tomaba un té más tarde que servía para suplir la última comida. Acaso por accidente y sin que mediara ninguna ceremonia, alguna vez tomé té en la cárcel; pero esas manías esnobistas que me atribuyen (para no hablar de otras más atrevidas e incluso sacrílegas) no pasan de la categoría de consejas a las que, desde muy joven, y no sé bien por qué, he dado pábulo. No me dediqué a eso en mi breve paso por la cárcel (dos años y medio no es nada para lo que pasaron algunos de mis compañeros), sino a leer, a estudiar y a compartir mis escasos saberes con otros. Intelectualmente ha sido una de las temporadas mejor aprovechadas de mi vida.
MN. ¿Qué recuerdos conserva de la Villa de la Santísima Trinidad, esa suerte de ciudad detenida en el tiempo, en el centro sur de la isla, y que para nada fue dócil a la dominación comunista?
VE. Trinidad es un pequeño universo donde ha ocurrido todo. Un ámbito encantado donde siempre regreso en mis sueños y de donde mi alma nunca se ha ido. Lo que más le agradezco a Trinidad y a sus viejas familias es la llaneza aristocrática de la gente; la sabiduría de vida que siempre se adquiere con la ruina y el desdén que provocaban los nuevos ricos, actitud que no ha hecho más que acentuárseme con los años. Trinidad será siempre para mí una atmósfera, con una luz particular, con un tempo, con un clima, con una especie de hechizo que lo abarcaba todo. Así como en La Habana caminaba uno por la ciudad oyendo la música que salía de las innumerables vitrolas de bares y bodegas; en Trinidad uno andaba oyendo las escalas cromáticas y las fugas de Bach que salían de los muchos pianos, a lo que se agregaban los pregones que las oquedades que minan el subsuelo de la ciudad les servían de caja de resonancia en algunas calles, en algunas esquinas. Pianos y pregones desaparecieron poco tiempo después de la llegada de la revolución, que barrió con las genuinas tradiciones de una sociedad para sustituirlas por unos engendros inventados para turistas. En Trinidad fuimos más rebeldes que en otros lugares de Cuba, y no sólo por los alzados del Escambray. Era sin duda un enclave contrarrevolucionario y lo afirmo con legítimo orgullo. Me acuerdo que en mi aula de séptimo grado cuando intentaron imponernos los primeros rudimentos de marxismo, todos empezamos a rezar el rosario, hasta yo, que era protestante. De Trinidad fueron muchos al presidio político, y tuvo su buena cuota de mártires. Después, muchas de las viejas familias emigraron o se extinguieron y la ciudad se fue llenando de extraños, con la consiguiente subversión de valores que esos cambios siempre traen consigo. Ahora queda apenas un cascaron con muchos edificios en ruinas y otros remozados y pintados de colores atroces, pero desprovistos del carácter que sólo puede imprimir la consuetudinaria permanencia de una clase comprometida con una tradición.